Actualmente, en distintos lugares del mundo y, particularmente en América Latina, los significados y usos de las categorías territorio y cartografía han dejado de ser monopolizados por el Estado y los conocimientos de expertos o científicos. La idea del territorio comprendido como el espacio de la soberanía y el control de las fronteras internas y externas por parte del Estado ha ido transformándose para dar cabida, en el contexto de una serie de transformaciones constitucionales, del reconocimiento de derechos culturales y una novedosa agenda global de conservación de la biodiversidad, a otras perspectivas simbólicas, subjetivas y políticas que configuran diversas identidades colectivas, como en el caso de Colombia, por parte de campesinos, indígenas y afrodescendientes, las cuales sustentan múltiples formas de apropiación simbólica y material que hacen del territorio un espacio apropiado y vivido. En ese sentido, cada sociedad produce narrativas, prácticas y memorias acerca del territorio vinculando sus especificidades históricas, de clase social, género, generación y etnia, por lo tanto, los grupos sociales y los territorios son interdependientes, se configuran recíproca y dialécticamente a través del tiempo y de múltiples dimensiones.
El territorio entonces es el producto de procesos históricos cambiantes y de relaciones de poder que confronta distintas fuerzas sociales, políticas, económicas, culturales, ecológicas y tecnológicas, por tanto, es dinámico y escapa a definiciones normativas y del sentido común que lo conciben como espacio geográfico estático, autocontenido y naturalizado en relación con ciertas identidades. Aunque en principio el territorio como espacio producido socialmente representa los proyectos de vida colectiva de comunidades locales campesinas, indígenas, afrodescendientes y en contextos urbanos, se vincula escalarmente con otras formas de producción espacial como son las regiones, las fronteras, los paisajes, los cuerpos y las ciudades.
La producción de cartografías por parte del Estado moderno ha buscado apropiar recursos, administrar territorios y controlar poblaciones, reproduciendo relaciones coloniales de poder y de saber que por mucho tiempo relegaron la diversidad de conocimientos territoriales encarnados en los distintos grupos sociales y culturales que representan la nación. Es precisamente en el marco de estas disputas clasificatorias que confrontan al Estado, el capitalismo y la sociedad representada en distintos movimientos sociales, donde la denominada cartografía social emerge como una forma de percepción del espacio y del territorio en particular, y como una estrategia interdisciplinar y de diálogo de saberes para la defensa de derechos sociales y territoriales, inicialmente en contextos rurales y, posteriormente, en ámbitos urbanos, desafiando críticamente la autoridad de los mapas oficiales.
En Latinoamérica se identifican distintas expresiones para referir estas formas de producción de conocimiento territorial -y socioespacial- como cartografías sociales, cartografías participativas, mapas mentales, planos vivos, nueva cartografía social, mapas parlantes, etnocartografías y/o contramapas. En el caso colombiano, las experiencias de cartografía social se han inspirado en los postulados éticos, políticos y metodológicos de la Investigación Acción Participativa, y pueden ser comprendidas como herramientas para la acción política en defensa de las territorialidades de distintos grupos sociales, el fortalecimiento de identidades colectivas y la construcción de memorias campesinas, étnicas, urbanas y ambientales.
Desde los procesos de movilización social y política desplegados en la ruralidad y las ciudades, la intensa producción de cartografías sociales da cuenta de novedosas dinámicas de defensa de modos de vida particulares, así como de la configuración de identidades colectivas que no son cerradas o estáticas, sino que, por el contrario, son contingentes y dinámicas. Sin embargo, es necesario advertir que los procesos y prácticas de cartografía social encarnan una serie de límites o efectos paradójicos que reproducen una serie de conflictos, exclusiones y antagonismos entre quienes recurren a ellas.
En Colombia tras el reconocimiento de novedosos derechos culturales y territoriales consignados en la Constitución Política de 1991, paradójicamente, la aplicación de las políticas del multiculturalismo ha reproducido una serie de imaginarios geopolíticos que espacializan la diferencia, principalmente étnica, en la ruralidad distante y ribereña del país, limitando con ello el acceso y goce efectivo de derechos diferenciales de indígenas y afrocolombianos particularmente en los contextos urbanos. La producción de otras territorialidades y la actualización de las identidades colectivas más allá de los resguardos y títulos colectivos localizados en las selvas y los ríos, da cuenta de nuevas imaginaciones espaciales y de una movilización política que confronta la definición esencialista que desde el estado y sectores económicos vincula a los grupos étnicos con territorialidades prefiguradas y estáticas en la ruralidad, particularmente de la costa pacífica.
Finalizando la segunda década del siglo XXI, las nociones de territorio y cartografía social son polisémicas, los usos sociales, políticos y económicos que de ellas se hace responden a múltiples interés y poderes, confrontan a diversos actores sociales, instituciones gubernamentales y agentes económicos porque su utilización da cuenta de distintas y antagónicas maneras de comprender la vida, el espacio, los conocimientos, la naturaleza y el futuro como sociedad.