Definir o caracterizar el concepto de práctica social parece sencillo en tanto la extendida comprensión de práctica como mera actividad o acción humana; no obstante, este concepto compuesto, práctica – social, va tomando matices interesantes y políticamente potentes en cuanto representa un componente fundamental para leer, comprender y generar el mundo social.
En la perspectiva común que se asume desde esta propuesta polifónica, la práctica social trasciende la mera acción desprovista de intencionalidad política, esto es, una práctica social refiere a un quehacer intencionado ético y políticamente que es llevado a cabo por sujetos y colectivos sociales que, a partir de lecturas reflexivas y críticas de las realidades, se comprometen con el cambio social, reconociendo que las prácticas sociales son nichos de conocimientos importantes a explorar, y sobretodo, que son fuentes potenciales para la construcción de alternativas sociales, políticas, culturales.
Desde este horizonte crítico de comprensión, una práctica social es a su vez una práctica histórica, que se conserva o se modifica en el transcurso del tiempo, razón por la cual cobra vitalidad como espacio de producción de sentido donde se implica el lenguaje, el ser con otros, la reproducción y transformación del mundo social, y desde elementos constitutivos como el hacer, la reflexión y la experiencia de los sujetos protagonistas que desarrollan dichas prácticas sociales.
En este sentido, una práctica social es un sistema complejo que no puede leerse desprovisto de otros componentes tales como el contexto, las intencionalidades, los sujetos, las metodologías, los referentes y contenidos que conforman dichas prácticas. Además, las prácticas sociales apalancan y promueven el fortalecimiento de la capacidad política de los sujetos, rasgo importante que articulado a los demás argumentos expuestos, denota la vitalidad de recuperar los sentidos que se construyen a partir de estos procesos sociales.